Por: Leonel López
Por estos días cuando el mundo parece haber perdido su brújula moral, pocas veces nos topamos con situaciones que nos hacen reflexionar y pensar que el planeta tierra aún cuenta con personas que bien pudieran considerarse parte de su reserva con gran sensibilidad humana y que aún mantiene de pie este mundo.
En la calle 12 de la ciudad de Maicao, la aguja marcaba el medio día en el reloj, no cabía un alma más, desde extremo a extremo, el lugar era un completo hervidero, venderos de toda clase de mercancía iban y venían en una dura carrera mercantilista, aquello parecía un enjambre de personas, una versión criolla de corredores de bolsa en Wall Street, se escuchaban tantas voces al mismo tiempo, cambistas gritando el valor de la moneda, vendedores de agua, golosinas, comidas, frituras, algunos ofreciendo servicio de transporte hacia Maracaibo, carros por puestos, "chirricheras", camiones 350 están dispuestos para el traslado de pasajeros en la misma calle, con tarifas que oscilan entre 8 mil 15 mil bs.f, unos 6 mil y 13 mil pesos.
Y en ese caudal de personas figuran ciudadanos venezolanos, gente que se rebusca con cualquier clase de actividad que le permita comprar algo para comer, o enviar a sus familiares en Venezuela, desde vender bolsas de agua, café, plásticos, utensilios domésticos y toda clase de producto proveniente de la ciudad de Maracaibo, así como también de quienes llegan a comprar alimentos en cantidad.
En medio de ese duro ambiente por sobrevivir de cientos y cientos de los llamados cariñosamente “venecos”, atrapa mi atención el llanto de un bebé, está acostadito en un destartalado coche en una esquina de la “12”, a pocos metros está su madre a pleno sol vendiendo frituras y gaseosas, es una de las miles de venezolanas que ante la crisis económica de Venezuela, se han visto en la imperiosa obligación de emigrar a Colombia en busca de oportunidades de vida, su bebé llora, el calor y trajín del lugar lo agobian, su mamá parece estresada al escuchar su llanto y no poder atenderla por la ocupación de ese improvisado negocio. El alma noble de una chica con acento “cachaco” levanta a la criatura de su coche y le da a beber un poco de agua en bolsita, eso la calma, y tras unos minutos y desocuparse, mamá llega a dedicar por instantes su atención al bebé.
La dramática escena es un fiel reflejo de lo que a diario viven muchos venezolanos y venezolanas en su intento por escapar de la crisis en el país vecino, Maicao y otras poblaciones y ciudades de la costa atlántica colombiana se han convertido en una suerte de “sueño americano”, es tema de conversación casi a diario de quienes aspiran a salir del país como medida de supervivencia y hasta donde sus capacidades le permitan llegar. El trasteo a diario a lo largo de la Troncal del Caribe de millares de venezolanos enganchados en chirrincheras, apiñados en camiones, llevando pesadas maletas y equipajes, atravesando con pasos apurados, como de huida, la “V” y la “C” en la zona de Paraguachón, cruzando “La Cortica” y “El 80” con sus rostros llenos de miedo, nerviosos, arropados con la incertidumbre de lo incierto y lo desconocido, desembarcar en la calle 12 con esa gran pregunta en sus frentes: “Y ahora qué hago; a dónde voy?”.
Como en cualquier parte del mundo, siempre habrá quién intente aprovechar la situación, comprar barato, cobrar de más, estafar, explotar, engañar, pero también habrá el alma buena, el buen samaritano, el corazón noble que ayude, que oriente, que de la bienvenida, que sirva un plato de comida y de abrigo por una noche, que de un poco de agua al alma sedienta, como aquéllas dos mujeres que entre la multitud se abrían pasos y una le dice a la otra: “Mira, allá están dos venezolanos” – señalando a una pareja que vendían bolsas de agua, y una vez que se acercaron, le entregan dos tickets con un número anotado, era el pase para un comedor gratuito habilitado para los trabajadores venezolanos ambulantes, así lo entendí y prefiero creerlo siempre así.
Ese gesto conmovedor me llenó de fe y de esperanza.
En la calle 12 de la ciudad de Maicao, la aguja marcaba el medio día en el reloj, no cabía un alma más, desde extremo a extremo, el lugar era un completo hervidero, venderos de toda clase de mercancía iban y venían en una dura carrera mercantilista, aquello parecía un enjambre de personas, una versión criolla de corredores de bolsa en Wall Street, se escuchaban tantas voces al mismo tiempo, cambistas gritando el valor de la moneda, vendedores de agua, golosinas, comidas, frituras, algunos ofreciendo servicio de transporte hacia Maracaibo, carros por puestos, "chirricheras", camiones 350 están dispuestos para el traslado de pasajeros en la misma calle, con tarifas que oscilan entre 8 mil 15 mil bs.f, unos 6 mil y 13 mil pesos.
Y en ese caudal de personas figuran ciudadanos venezolanos, gente que se rebusca con cualquier clase de actividad que le permita comprar algo para comer, o enviar a sus familiares en Venezuela, desde vender bolsas de agua, café, plásticos, utensilios domésticos y toda clase de producto proveniente de la ciudad de Maracaibo, así como también de quienes llegan a comprar alimentos en cantidad.
En medio de ese duro ambiente por sobrevivir de cientos y cientos de los llamados cariñosamente “venecos”, atrapa mi atención el llanto de un bebé, está acostadito en un destartalado coche en una esquina de la “12”, a pocos metros está su madre a pleno sol vendiendo frituras y gaseosas, es una de las miles de venezolanas que ante la crisis económica de Venezuela, se han visto en la imperiosa obligación de emigrar a Colombia en busca de oportunidades de vida, su bebé llora, el calor y trajín del lugar lo agobian, su mamá parece estresada al escuchar su llanto y no poder atenderla por la ocupación de ese improvisado negocio. El alma noble de una chica con acento “cachaco” levanta a la criatura de su coche y le da a beber un poco de agua en bolsita, eso la calma, y tras unos minutos y desocuparse, mamá llega a dedicar por instantes su atención al bebé.
La dramática escena es un fiel reflejo de lo que a diario viven muchos venezolanos y venezolanas en su intento por escapar de la crisis en el país vecino, Maicao y otras poblaciones y ciudades de la costa atlántica colombiana se han convertido en una suerte de “sueño americano”, es tema de conversación casi a diario de quienes aspiran a salir del país como medida de supervivencia y hasta donde sus capacidades le permitan llegar. El trasteo a diario a lo largo de la Troncal del Caribe de millares de venezolanos enganchados en chirrincheras, apiñados en camiones, llevando pesadas maletas y equipajes, atravesando con pasos apurados, como de huida, la “V” y la “C” en la zona de Paraguachón, cruzando “La Cortica” y “El 80” con sus rostros llenos de miedo, nerviosos, arropados con la incertidumbre de lo incierto y lo desconocido, desembarcar en la calle 12 con esa gran pregunta en sus frentes: “Y ahora qué hago; a dónde voy?”.
Como en cualquier parte del mundo, siempre habrá quién intente aprovechar la situación, comprar barato, cobrar de más, estafar, explotar, engañar, pero también habrá el alma buena, el buen samaritano, el corazón noble que ayude, que oriente, que de la bienvenida, que sirva un plato de comida y de abrigo por una noche, que de un poco de agua al alma sedienta, como aquéllas dos mujeres que entre la multitud se abrían pasos y una le dice a la otra: “Mira, allá están dos venezolanos” – señalando a una pareja que vendían bolsas de agua, y una vez que se acercaron, le entregan dos tickets con un número anotado, era el pase para un comedor gratuito habilitado para los trabajadores venezolanos ambulantes, así lo entendí y prefiero creerlo siempre así.
Ese gesto conmovedor me llenó de fe y de esperanza.